¡HOLA PAPUCHI! (Parte I) Publicado el 13/08/2022 Por Dios

¡HOLA PAPUCHI! (Parte I)

“Hola, papuchi… ¿¡qué sorpresa, eh…!?. Seguramente te estarás preguntando quien soy…Eso no importa, bebé. Lo único que tienes que tener presente es que cuando te agarre te voy a dejar seco…No vas a poder creer como te voy a dar, chiquitín; me mojo toda de solo hablarte…ahhh….Bueno, tengo que cortar. Pero anda preparándote para la mejor encamada de tu vida, amorcito…Chau, nos vemos pronto”
Luego de escuchar esto, modulado por la voz femenina más sensual que imaginar se pueda, Gregorio se quedó absorto, rígido, con el tubo del teléfono aferrado en su mano izquierda hasta 25 segundos después de que su interlocutora cortara la comunicación. Lo sacó de su mudo estupor la tonante voz de su jefe de sección.
“-¡Usted, a trabajar! ¡Ya le dije mil veces que aquí no se pueden hacer ni recibir llamadas particulares!-” bramó su superior, por cuenta de la empresa de importaciones y exportaciones donde Gregorio trabajaba desde hacía más de dos décadas. Ya con 50 años, era demasiado soltero aún para su gusto, de profesión, empleaducho administrativo, crónico, asmático, muy miope, eternamente excedido de peso, dueño de un mal gusto y un mal aliento a toda prueba, bastante calvo y decididamente feo.
Por supuesto, el resto del día no fue igual que siempre para él. Mientras manipulaba facturas y remitos en la sórdida oficina donde se hacinaba junto a otros nueve desdichados, Gregorio se devanaba los sesos pensando en la llamada que acababa de recibir. Porque nunca en su vida una mujer le había hablado así; ni siquiera la más barata y necesitada de esas patéticas prostitutas que no más de cuatro o cinco veces por año solía frecuentar, a falta de otra cosa.
Cuando eran las 20 horas de aquel día igual a todos excepto por la extraña llamada, Gregorio se despidió mecánicamente de sus compañeros y salió a la calle. Antes de poner un pie en la vereda, miró en todas direcciones. Lo de siempre. Las cosas y caras de todas las tardes. Nada especial, aunque de alguna manera, para Gregorio era todo distinto. Mientras se encaminaba a su departamento, repasaba mentalmente cada una de las palabras que aquella voz chorreante de sexo le había lanzado, sin darle la menor posibilidad de respuesta. Su proverbial falta de imaginación le impedía considerar la posibilidad de que la misteriosa llamada fuera una broma pergeñada por alguno de sus escasísimos amigos, de modo que no alcanzaba a salir de su extrañeza.
Así, girando la cabeza en todas direcciones, cruzó las doce calles que separaban su lugar de trabajo del insignificante departamento, de dos cuartos (más bien uno y medio) donde vivía, su única posesión de alguna importancia luego de 30 años de trabajo.

Tras un monosilábico saludo al portero del edificio, franqueó la entrada y se introdujo en el ascensor. Llegó al quinto piso, y antes de salir por completo del elevador se asomó, observando detenidamente que no hubiera nadie en el descascarado pasillo. No lo había, por cierto. Con un ridículo saltito abandonó el ascensor, cerrando la puerta con el mayor cuidado, como temiendo que la calentona del teléfono fuera a descubrirlo.
Se acercó a su departamento tratando de percibir hasta el más mínimo detalle de todo lo que lo rodeaba. No había nada extraño: el mismo olor a comida rancia, las mismas manchas de humedad en las paredes, las baldosas sucias de siempre y ese aire a abandono propio de un viejo y pobre edificio lleno de gente que dura en vez de vivir.
Llegó hasta su puerta, colocó la llave y la hizo girar muy lentamente. Luego de lo que le pareció una eternidad de tiempo, se animó a entrar. Nada raro, según vió al prender la luz del living-comedor pegado a la diminuta cocina que constituía lo más presentable del departamentucho. Con un suspiro de alivio, se quitó la raída corbata, se desprendió el cuello y arrojó lejos de sí el eterno saco de color ya indefinido, que tal vez hubiera sido azul marino mucho tiempo atrás. Luego de desplomarse en un pequeño sillón, comprendió que no podía dejar de pensar en aquella llamada, y especialmente no podía dejar de oír en su cabeza a esa voz digna de la más gatuna locutora radial de trasnoche.
Pasaron los minutos, y lentamente se tranquilizaba pensando que se trató de una equivocación. Que nunca nadie le habló así a él, y nadie lo haría jamás. Un penoso error de alguna amante ardiente, y no más que eso. Pero el sonido del teléfono lo sacó de sus pensamientos. Otra vez, alterado, levantó el tubo y respondió con un casi inaudible “Hola”, para de inmediato escuchar la misma lujuriosa voz que lo había alterado en la oficina:
“Papirrín…menos mal que te encontré. Quería decirte de nuevo que ardo en deseo por vos. Te juro que cuando por fin nos encontremos, no vas a poder creer todo lo que te voy a hacer en la cama, potro mío. Te voy a chupar de arriba abajo, te voy a dejar sin respiración, vas a ver lo que es una mujer salvaje en celo, mi amor. Menos mal que ya falta poco, porque no doy más de ganas de tenerte entre mis piernas, machote.” Fin de la comunicación, y renovado estupor de Gregorio, que con mano temblorosa apartó el tubo de su oreja y lo colgó malamente. Ya ni acertaba a hacerse pregunta alguna; con esta segunda llamada, las posibilidades de error se reducían casi hasta la desaparición.
Pasó más de una hora hasta que consiguió dejar de repetir mentalmente aquellas palabras turbadoras, pudo incorporarse y caminar hasta la cocina, para recalentar el pastoso guisado sobrante de la noche anterior. Eso, y un mínimo sándwich de dudoso contenido al mediodía (más algunos cafés mañaneros) era todo lo que habría de ingerir ese día. El menú no era muy distinto al de otros cientos de jornadas de su pobre vida, pero hoy todo parecía muy diferente. Tragó aquello velozmente, empujándolo con un par de vasos de vino barato, y luego de arrojar los platos en la pileta se dirigió al diminuto baño. Después de las rutinas higiénicas del caso, se despojó de la poca ropa que le quedaba puesta y se tumbó aparatosamente en la cama.

(CONTINUARÁ…)

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